lunes, 27 de abril de 2020

Dark Souls y Nier: cuando el final es solo un mundo posible más

Si hay algo que me atrae de la narración de los videojuegos japoneses es que sus finales nunca son finales, siempre son continuaciones. Cuando termina Dark Souls y jugamos a los siguientes no sabemos si hemos elegido un final bueno o malo, si avanzamos en Dark Souls II y Dark Souls III sobre los pasos del original en el mismo mundo, en uno paralelo, en una époco o en otra. Acaba siendo adictivo disfrutar de estos finales. Tanto es así que los finales a lo Far Cry, esos en los que todo se resuelve salvándole la vida a uno u otro me parecen de una frivolidad galopante, de falta de buena escritura y de criterio, una falta de capacidad de tomar decisiones que le pasa factura a la obra general.

 

La existencia de finales múltiples sirve para varias cosas. El lector-jugador puede configurar la obra a su gusto u obtener una lectura de sí mismo en base a sus elecciones. Sin embargo, esto pierde mucho efecto si tenemos en cuenta la rejugabilidad o el revisionado que todos hacemos de las obras de ficción. Una vez que reinicias la partida, y luego otra y otra, acabarás entendiendo todos los finales como remates posibles, y unos harán que los otros pierdan fuerza y significado.

Sin embargo, cuando la obra de ficción deja de manifiesto en sus secuelas que todos los finales son posibles y han sucedido, ahí es dónde el escritor cobra protagonismo. En Dark Souls III es brillante el momento en el que penetramos en un santuario de enlace de fuego oscuro, manifestando que la oscuridad llegó aunque hayamos seguido el camino de la luz. La duda eterna, los mundos posibles que conviven, ese es el camino de los buenos finales múltiples.

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